Sabemos que el ser humano es gregario por naturaleza, es decir, que tiende a vivir agrupado con otros congéneres para tener más opciones de supervivencia. Eso significa que pertenecer y ser aceptado por el grupo ha sido evolutivamente de vital importancia. Esto es común en buena parte de los mamíferos, aunque ni todos los mamíferos son gregarios, ni todos los seres gregarios son mamíferos.
Nuestro inconsciente, cuya función principal es mantenernos con vida, lo tiene claro, pues ha ido acumulando experiencias de nuestros ancestros: un humano aislado queda más indefenso y tiene menos posibilidades de sobrevivir. Esto es así hasta tal punto, que uno de los peores castigos en la antigüedad, justo por debajo de la pena de muerte, era el destierro. El destierro conlleva la expulsión del territorio, del clan o grupo social al cual se pertenece.
Esta sensación de vulnerabilidad también la aprendemos ya desde que nacemos, pues un bebé o un niño no puede sobrevivir por sus propios medios y necesita de los cuidados de sus progenitores o su clan. En resumen: nuestro inconsciente colectivo se siente vulnerable si no pertenece a un grupo y es aceptado por este grupo, cosa que puede hacer saltar todas las alarmas de nuestro guardián interno.
Es justamente esta información heredada y archivada en nuestra psique, la que está detrás de todos nuestros miedos a no ser aceptados, a no ser adecuados; la que nos conduce a sacrificar pedazos de nuestro ser auténtico para encajar y gustar a los demás. Fíjate que un bebé ya está diseñado para gustar con su apariencia física, con su olor tan particular, para evitar ser abandonado (y esto lo saben muy bien los expertos en publicidad). Luego continuamos creciendo renunciando a partes de nosotros mismos, mutilándonos el alma y forjando una identidad ficticia, una máscara social que se acaba convirtiendo en carne y que nos lleva a olvidar quienes somos.
Es este instinto de supervivencia el que nos hace seguir modas, llevar cierto corte de pelo, un coche o un móvil en particular, y también, como no, hacernos nuestras las opiniones y puntos de vista aceptados en nuestro entorno, pero que en realidad no hemos llegado a reflexionar ni razonar por nosotros mismos. Pero esto no acaba aquí. La relación entre exclusión del grupo social y peligro para la supervivencia puede llegar a ser tan fuerte (y suele serlo) que hasta podemos llegar a poner, paradójicamente, nuestra vida en peligro con tal de ser aceptados. Un ejemplo podría ser el de un chaval que toma drogas porque sus amigos también lo hacen, es decir, por la presión del grupo.
La misma dinámica la vemos a nivel macrosocial, y de hecho este miedo tan instintivo es muy utilizado a nivel sociopolítico para manipular y conducir a las masas hacia un objetivo concreto para beneficio de unos pocos. La clásica imagen del pastor y del rebaño quizás ya estamos cansados de utilizarla… pero es que es tal cual, por el simple hecho de ser gregarios.
Cuando logramos comprender (no entender) el origen de este miedo ancestral, nos es más fácil alumbrar una de nuestras más grandes resistencias al cambio. Y es que ante la posibilidad de transformarme, aunque sea para mi bienestar emocional y evolución como persona, aparece el fantasma del rechazo, se activan las memorias antiguas de aquellas épocas de destierro, se activa la memoria de cuando era una criatura y necesitaba de los cuidados de los demás para sobrevivir, esas memorias que me visitan para recordarme que sola no puedo sobrevivir. Y me acechan interrogantes. ¿Y si cambio de actitud, cómo reaccionará mi entorno? ¿Y si empiezo a mostrarme tal y como soy, me quedaré sola?
Son estas preguntas las que me pueden hacer censurar palabras de este escrito, o bien demorarlo o no compartirlo jamás. Llegados a este punto, le susurro a mi inconsciente, a mi niña interna, que ya no me encuentro en las circunstancias del pasado, que ahora está a salvo, puesto que yo misma, como adulta, cuido de ella, y que la amo. Y la amo. Y desde ese amor veo cuantas ansias de amor hay también en todos aquellos que continúan simulando, tantos y tantas esforzándose en ser y hacer como los demás, despedazando su alma para ser como los demás. Y entonces, en ese mirar, dejo de esperar ser aceptada y elijo ser yo quien los acepte sin más.
Abrazos,
Mercè
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